28-06-2017

Los mejores días por Santiago Llach

Una chica se va de viaje

Los mejores días de Magalí Etchebarne es un breviario de melancolía, un manual para soportar los mandatos del indie, una guía para tiempos de cambio.

Por Santiago Llach

Leído en la presentación de Los mejores días, de Magalí Etchebarne, editorial Tenemos las Máquinas, 2017.

 

No puedo leer fríamente este libro, y ya lo fui leyendo tantas veces, en sus distintas versiones, a lo largo de los años, que es como si hubiera estado junto a él en el útero. Leerlo entre ayer y hoy, completo y como libro en papel, ilustrado en tapa con la cara de Magalí, como un documento del parque de diversiones del indie donde cursamos nuestra adolescencia extendida, me hizo recorrer toda la montaña rusa de emociones, la de un lector íntimo, de un contemporáneo o de un clásico, que encuentra en un libro el paisaje reconocible y extraño de su propia vida.

Fueron años turbados, a ciegas, dice una de las narradoras de sus cuentos. Y yo pienso en todos estos años.

Conocí a Magalí en 2006. Yo recién me había separado de la madre de mis hijos, estaba a la deriva buscando mi destino, ¡tenía solamente 34 años! No lo puedo creer. Juan Morris me dijo que tenía un paquete, un grupo de taller entero, que yo pusiera el horario y ellos venían. Y entraron a mi dos ambientes de Agüero, una tarde de otoño: María, Sol, Franco, Juan, Flor, Ale Seselovsky, Julieta que hoy edita el libro y Marina Magalí, una chica de 21 que había abandonado Marina, su nombre del conurbano, con la fantasía de crecer y abandonar lo propio, eso que a veces da vergüenza, que uno piensa que hay que fingir que no se tiene, que no se es, ese material que ella supo cursar y elaborar en este libro en el que los talleres del ferrocarril de Remedios de Escalada vuelven iluminados para siempre por la linterna mágica de Maga. Maga, Maga, Maga, ¿qué hay en un nombre? Vos, chica perdida en el jardín de las rimas y de las sílabas, de los ruidos de los cuchillos en el cajón de la cocina que parecen esqueletos, lo sabés como nadie.
En el grupo eran todos genios, locos y genios, y yo me preguntaba qué tenía para enseñarles, a qué venían a mi taller. Se dio esa energía grupal repentina que a veces se da entre desconocidos, aunados por el brillo de lo fundacional, de la reinvención, por el sueño dorado de ser artistas y ser mejores en el parque narcisista de la generosidad empática en que consiste esto de leer y escribir. Esa energía se termina un día, pero dura lo suficiente para que uno se renueve, para que empujado por la constancia revele el fuego interior. Aprendí con ellos, con ese grupo loco de los tiempos salvajes de mi taller, quizás, que lo mejor que podía hacer yo era ser un coach, un porrista de la creatividad ajena.
Con Maga nos unió la causalidad y la casualidad, nos acompañamos en el trayecto hacia la adultez de ella y la madurez mía. Vivimos un tiempo a un piso de distancia, la conecté para un trabajo, la vi enamorarse y desenamorarse y enamorarse, la llevé una noche a mi lugar inventado preferido en el mundo, la Platea Alta Río del Gigante de Arroyito, escribimos un libro juntos, y mientras vi nacer en su cabeza y en su corazón todas estas líneas, estas rayas emotivas en las que cuenta e inventa y que hoy nos reunimos a celebrar.
Bueno, Los mejores días.
El otro día alguien puso en tuiter: “Hay dos argumentos en la literatura: 1. Un tipo se va de viaje. 2. Un extraño llega al pueblo.” Los cuentos del libro de Maga: En “Como animales”, una extraña llega a la Capital. En “La nuez de Adán”, una niña se va de viaje. En “Que no pase más”, una chica se va de viaje. Y así: creo que aplica eso del tipo que se va y el extraño que llega. En conjunto, este es el libro de una chica que viaja del conurbano a la ciudad autónoma a ofrecer su corazón, una caperucita que se pierde en la vida y el lenguaje. Lo que no aplica es lo del “tipo”; me temo que la época en que la literatura estuvo dominada por señores blancos más o menos heterosexuales ya pasó de moda. El presente y el futuro, me parece, será bastante más de las mujeres.
Este es un libro, como se dice ahora, de género, sobre el género, sobre los géneros. Un libro sobre mamá/papá, sobre varón/mujer, sobre el abismo de la reproducción, la financiación, sobre hacer las cosas bien y hacer las cosas mal y hacerlas finalmente como se pueda.
Magalí escribe prosa como si escribiera en verso, con esa libertad y esa música y esa mística; no es una persona que necesite reafirmar su pasaje a la adultez subrayando teorías, afirmando con exageración que el mundo está cambiando. Más bien al contrario, lee en lo contemporáneo los arquetipos perdurables, no se deja engañar por la manada de lo obvio, sospecha y escucha y se deja encantar por el latido del corazón de las tinieblas.

Maga armá acá el primer capítulo de una fórmula ponderable, que te deja escuálido: pone a jugar a nuestras queridas narradoras norteamericanas (con Alice Munro y Lorrie Moore a la cabeza) en el playground de Remedios de Escalada, en la geografía reconocible del murmullo bonaerense, de la pena capital de esta capital desbordante, y se inventa así, con tradición y novedad, su estilo personal, de mujer de verdad del Río de la Plata que capta las canciones del mundo. Escuchen esto:

Free shot

“Enseguida las casas echan raíces en mi mente. Antes era más libre. Aprendía algo y si quería lo desechaba. En la casa en la que me crié también estaba rodeada de rutinas y coreografías ajustadas, pero las dirigían los otros.
Desde que dejé de ser una adolescente, tengo la cabeza cercada por pensamientos de control que dependen exclusivamente de mí, y manejo por autopistas internas en las que no puedo ni frenar ni desviarme.
Esta mañana el programa es el viento y no me deja escribir sin que se me vuelen las hojas. Es un cuaderno de ideas, un cuaderno que es mi descarga. La primera línea la robé.”

Hay dos tipos de autores, dos tipos de textos literarios: los fluidos y los arduos. Yo agradezco, siempre, la fluidez; gracias a Dios la literatura es una religión politeísta y a cada uno de nosotros pueden gustarnos libros de ambas categorías. Pero si me fijo cuáles son los autores que me digo que más me gustan (Borges, Shakespeare, Joyce, Salinger, Lorrie Moore), los que quedan rebotando en la cabeza, aquellos a los que un poco entiendo y un poco no, veo que son todos autores arduos. Será porque soy masoquista; necesito la falta, el esfuerzo y el castigo para llegar a la poesía, a la serenidad. Lo que escribe Maga se anota ahí, entre los arduos. En ese sentido es que sus cuentos son poemas, canciones: se pueden leer y releer y releer una y otra vez y nos siguen dando sentidos. Este librito finito está lleno de trampas, de claves, de densidad lírica que se queda en tu cabeza.

Los mejores días está repleto de mujeres misteriosas que emiten grandes verdades oscuras.

Leer a Maga es duro y es arduo.

Una chica que espera que todo salga mal; esa es su forma del conjuro y también de esta preciosa conjura que son sus cuentos.

Leer este libro es una experiencia, te excita y te calma y te hace ver las estrellas y te deja desahuciado.

¿De qué nos habla Magalí? De todos estos años, de los amores contrariados y del dolor de crecer en la lava de la Argentina de la grieta, de cómo en estas coordenadas que damos por supuestas brillan y nos opacan el misterio de la vida, los arquetipos de la existencia

Los mejores días es un breviario de melancolía, un manual para soportar los mandatos del indie, un documento de humanidad en tiempos de transformación. Es una máquina sensible de producir reflexiones y sentencias. Es un libro sobre la crudeza inflamable del amor, y Magalí se alimenta de esta fe profunda: hacer destellar las palabras es encontrar un sentido para lo que no lo tiene. Maga tiene amor por el lenguaje, pero sabe que como cualquier otro amor este tiene un poco también de ficción. Ama su música misteriosa y su capacidad para transformarnos, y por eso arma y recita oraciones laicas, mantras de lirismo y enfermedad. Es un libro de maduración organizado cronológicamente al revés. El primer cuento es el último y es el cuento del despojo, formal y real. Es un libro sobre la palpitación que da descubrir la vida adulta, un libro sobre amores imposibles, una narración sobre cómo encontrar palabras propias para nombrar el mundo, como si describir mejor las cosas nos permitiera sobrevivir; un libro de elegías llenas de melancolía y rencor y una bomba en el corazón de la cursilería.

Maga le da a su biografía entidad arquetípica y la convierte en metáfora de todo lo que somos.

La vida es un cuento repleto de sonido y de furia contado por ese idiota que todos llevamos adentro, y la narradora malvada y angelical, guaranga y epifánica, elevada y banal de Los mejores días se embarca a contar lo que sabe con la música disonante y temerosa de la empatía y con la fuerza abismal de los adjetivos.

Los mejores días es un blietzkrieg de objetos epifánicos que conforman una mirada dolorida sobre la ensalada del mundo, una metralla de imágenes y abducciones sentimentales. Narra una juventud intensa y melancólica, que se sabe hermosa porque se sabe finita. Con esta frase bella y escéptica resume su aprendizaje: “Soy joven y mientras se es joven se acepta, se prueba, hasta que uno se quiebra y empieza a decir no. La juventud fue un tatuaje hermoso, nuestro hit.”

De la mano de Maga, Shakespeare se instala en Remedios de Escalada y los amores que nos trae Los mejores días tienen la incandescencia escandalosa del incesto y la tragedia turbulenta de los triángulos; el incesto, el amor entre primos, entre prohibidos, entre deficientes, es una energía shakespereana, narrativa, mítica, brutal que mueve al niño secreto envuelto en estos cuentos.

Magalí resplandece en el uso de un tiempo problemático, el melancólico pretérito imperfecto: lleva unos cordones fosforescentes, una moda de dos décadas atrás, con la elegancia lunar de una princesa inglesa de pasado combativo.

“Fue un verano fluorescente. Una luz y unos colores saturados que llevábamos en las mallas, en las zapatillas y que ahora veo deslizados en las conversaciones y en los tonos de voz en la memoria. Era enero, era 1994 y yo tenía diez años.”

Magalí se propone una tarea que sabe imposible, recobrar el tiempo perdido y, con él, el sentido que tenían las cosas antes de perder la inocencia. Dos hermanas repiten como oráculos predicciones negras: ah, literatura.

Como esos motoqueros evangelistas que se llevan a su hermana, Los mejores días ofrece una galería de personajes atónitos, ateridos, a los que la narradora abandona para siempre en medio de una tarea desafiante y terca en la que están envueltos.
Los vemos por un segundo en escenas incompletas e inolvidables, como ese que en el medio de la sierra intenta arrancar treinta y siete veces su moto, y produce así la banda de sonido de todos los personajes atribulados que esa vagan por el valle.

Lo de Maga es poesía existencial en medio de una calle de tierra, monólogos brillantes del Alzheimer, gestos que resumen la maravilla de lo humano, dichos de manera torcida, gente que se tira por una cascada convertida en objetos que “aplaudían contra el espejo de agua”, lucecitas de cigarrillos encendidos que se mueven en la oscuridad dibujando cosas.

Uno de los personajes da esta definición de su literatura:

“Es una historia que sé porque la cuentan en mi familia, pero hay otras que exagero. Casi nunca invento, pero no puedo decir que no agrego mis cositas.”

El erotismo, crudo y desconsolado, casi actoral, es místico, es una forma de conocimiento:
“Que si me entrego, me entrego, me entrego, los sueños que tenga acá no me los voy a olvidar más porque me van a revelar algo.”

El enamoramiento profundo, el acceso íntimo a la debilidad, a la locura del otro es contado en escenas hermosas:

“Un día, lo escuché decir una especie de rezo. Estaba en la parrilla, rascando la grasa con un papel de diario. No era hablar solo, tampoco un tarareo. Pero me llenó de pudor. Era como un tic, algo muy propio y descontrolado que se le estaba escapando.”

En varios cuentos aparecen ex novios convertidos en predicadores laicos de una sabiduría hecha de barrio y budismo:

“Me mandó otro mensaje en el que me decía que estaba contra las cuerdas, que si salía de esto se aproximaba a la inmortalidad. Le pregunté qué cuerdas y me dijo las del ring, estoy en una batalla económica, afectiva, existencial y psíquica. Yo le respondí pájaro por pájaro, Ramón, no se puede todo a la vez; vas a ver que si ordenás la psiquis todo lo demás se enfila. Me respondió: “Eso entra en la linealidad de un mensaje, pero no te preocupes que voy voy.” “¿Adónde vas?” “Que voy en general”.”

Los hombres en Los mejores días son animales, bestiales y malheridos, subyugantes y fláccidos, aventureros abandónicos del más allá.
Un hombre, dice alguien, es un animal pequeño que se ve inmenso.

Las mujeres, cito, “somos esos hombres en la pista de aterrizaje, haciendo señales, juegos con las manos para que baje a tierra, para que lleguen bien, para que sepan hasta dónde. Una función muy útil y medio suicida.”

Los finales de los ocho cuentos son cáusticos: quirúrgica y fatal, la narradora abandona a sus personajes en el medio preciso del río, mientras lo cruzan en balsa; sabemos que no vamos a verlos nunca más, y nos invade todo el desgarro del mundo: como en la vida misma. Esos finales abandonan a sus personajes en estado de vibración.

Cuando en “Cosita preciosa” cuenta dos historias a la vez (la enfermedad de la madre y la relación tortuosa con el ex) lo que hace Maga es radiar la ensalada de la vida.
En “Buena madre” y “Jinete inexperto”, aparece la maternidad como inquietud, como maldición y como equívoco, como hecho místico y desgarrador.

Los mejores días cuenta esa gira mágica y misteriosa que es la vida, el estrés del aprendizaje y la competencia, y se detiene justo antes de la maduración, de ese día en que uno, ya cansado, encuentra su lugar.

El libro termina con “Capitán”, una elegía extraña, casi fantástica, situada en el humus acuático y asiático del Delta, a la convivencia de pareja:

“Capitán a veces se apodera de mis palabras y las usa de una forma que me obliga a extrañarlas; me gustaría que me las devuelva, nunca habérselas dado.
Estoy envejeciendo como un árbol y entiendo esto: él se va de mí y yo me voy de él, habitamos una misma casa en universos opuestos.”

Maga sabe y no sabe a dónde van sus cuentos, sus personajes, sus sentimientos; es una ciega que nos guía vacilante hacia la luz

Los mejores días es un libro dedicado a la ristra de hombres candentes e inconclusos de su vida, proveedores fallidos, pero está absorbido por la fidelidad amorosa y abismal a la madre.

Esta chica de los talleres, que vino de Kansas, de Escalada, a ofrecer su corazón, la Maga de Oz, con la hoz cortante y dorada de sus palabras, armó con paciencia sónica y sabiduría inventada este libro genial.