31-03-2016

Tenemos las Máquinas en La Agenda BA

Deus ex Machina

La editora de Tenemos las máquinas cuenta el detrás de escena de la editorial, y cómo la idea le llegó en un sueño.

 

Armar una editorial indie en Buenos Aires es hermoso. Y muy fácil. No recuerdo bien qué tuve que hacer para publicar los dos primeros títulos. Creo que fue un trámite por Internet y una visita a la Cámara Argentina del Libro para registrar el nombre. ¿Cómo se llama la editorial?, me repreguntó la empleada, y en voz baja le dije, Tenemos las máquinas. Tenemos las máquinas, repetí más fuerte, bajando la mirada. Lo único que me faltaba era verla morderse el labio, dando a entender que el nombre le parecía una boludez.

Mi familia tiene una imprenta. En cuarto grado imprimimos ahí Buena Onda, una revista que habíamos hecho con mis amigas de la escuela. Sacamos tres números y se los vendimos en el recreo a las maestras y a los compañeros por un peso. Pese a eso, nunca pensé, ni siquiera fantaseé, con la idea de tener una editorial. No estaba en el horizonte de mis pensamientos, porque tampoco estaba en el de mis posibilidades. Creía que la idea de poner una editorial pertenecía a gente que se crió rodeada de bibliotecas, o que tenía mucho dinero. Y yo no encajaba en ninguno de los dos casos.

Me fui a vivir a Berlín con un novio alemán. Allá escribí las monografías que me faltaban para terminar la carrera de Letras; trabajé como babysitter para niños de madres argentinas, y en el guardarropas de un boliche, donde me quedaba dormida a las dos de la mañana. Me despertaban los clientes, para que les alcanzara las camperas.

Gracias a mi amigo y poeta Timo, me sumé en todas las presentaciones de libros en español y en festivales de poesía latinoamericana. Solía pasear por los bosques berlineses con los poetas argentinos que llegaban a la ciudad. Viajé a Frankfurt cuando Argentina fue invitada de honor en la feria de libros más grande del mundo. No tenía un plan, pero logré acreditarme como periodista y la amiga de una amiga pudo alojarme.

La sede tenía el tamaño de un aeropuerto internacional, pero prácticamente no vi libros. Las escaleras automáticas iban hacia más pasillos y salones, con gente que dialogaba en mesas donde se acumulaban vasitos de plástico con café. Esa noche cené con escritores que representan el espectro cromático de nuestra literatura contemporánea, desde Alan Pauls hasta Washington Cucurto. Después, caminamos la ciudad por horas, buscando una discoteca. Era de madrugada cuando encontramos una. Pauls, el más blanquito, encaró a los bulldog de la puerta y entramos. Nos mezclamos entre adolescentes y bailamos música electrónica en ronda, hasta que no nos dieron más las piernas.

Cuando volví a Buenos Aires, empecé a ir al taller de Santiago Llach y allí conocí a mis primeros dos autores. Una tarde, mientras dormía la siesta en la terraza de mi amigo Tomás, el nombre de la editorial me vino como un susurro. Porque claro, tenemos las máquinas, y estos textos hay que publicarlos; se tienen que leer. Todo eso se lo dije a mi amiga Maga, pensando en las máquinas de la imprenta familiar. Y eso fue clave, no por las máquinas, sino por el deseo de compartir. Una editorial es la consecuencia de libros que no existen, pero son tan buenos que te hacen sentir egoísta si los leés solo. Una editorial es un espacio para que el otro muestre la mejor versión de sí mismo.

Los autores que más disfruto publicar son los que no saben que son escritores, los que no saben que ahí, entre esas páginas de Word, escritas con necesidad y urgencia, se esconde un libro. O aquellos como Martín, mi peluquero, que me cuenta que en el camino de vuelta a su casa graba en el teléfono las historias que algún día escribirá.

La idea original de Tenemos las Máquinas fue usar los recursos disponibles en la imprenta de mis padres: una offset, una engrampadora, una guillotina. Pero cuando nos juntamos con Ana y Lara para definir la estética, lo que en principio iba a ser fanzines se convirtió en libros con lomo. Miramos cientos de tapas por Internet, hasta que dimos con una edición pocket de Penguin de Rabbit, Run,, de John Updike, donde el autor está dibujado en la tapa. La emoción fue tal que me di cuenta de que eso íbamos a hacer. Nuestros libros iban a verse todos juntos como un panteón; íbamos a armar nuestro canon de la literatura.

Finalmente, en la imprenta imprimimos y sellamos las tapas y el interior lo hizo al costo un amigo de mi padre. Agarré los libros de mi biblioteca y los descuarticé para encontrar las razones de su materia. Quise cambiar los legales de lugar, entre otras modificaciones innecesarias, pero en el camino me di cuenta de que no hacía falta. Si los libros comparten las mismas características no es por falta de imaginación, sino porque es la mejor tecnología para leer algo escrito en papel. Funcionan. Y no lo digo yo, lo dice la historia.

Era 2012 y el boom de las editoriales independientes había explotado hacía rato. Lanzar un sello no era novedoso, y tampoco necesario. Decenas de editores estaban por cumplir la década de trabajo sostenido. Por entonces, los suplementos culturales publicaban reseñas de esos libros no por bondad, sino porque si no lo hacían quedaban afuera. Las librerías los exponían en las mesas principales y los libreros los recomendaban. Los editores con más experiencia no se guardaban información; todo lo contrario, te invitaban a participar. Pocos ámbitos como el editorial son tan generosos con sus pares. Un libro no lo hace sólo el autor; una editorial, tampoco.

A lo largo de tres años y doce libros, junto a un equipo increíble de colaboradores edité a casi doscientos autores de todo el mundo. Gracias al boca a boca, hay cada vez más escritores que buscan publicar por el sello. En Valencia, Madrid y Barcelona hay talleres con nuestra colección de cine, Las Naves, donde escriben los propios directores. Sin embargo, para entrar en una distribución aceitada la única alternativa es cargar libros cada vez que viajamos. Queremos empezar a traducir libros, pero necesitamos apoyo financiero.

Tenemos las Máquinas no representa un ingreso para mí, ni para los editores con los que trabajo, ni para los autores que publicamos. La venta de los 300 ejemplares sólo cubre parte de los gastos de una próxima publicación. Sé que esta no es sólo mi realidad, sino la de la mayoría de mis colegas. Sé que las nuevas editoriales independientes no dejarán de aparecer, y las que estamos seguiremos profesionalizando este incipiente mercado, para elevar el techo de la cultura del país. Pero se necesita un Estado que entienda nuestras necesidades; que nos apoye para sostener esto que es hermoso, al tiempo que da trabajo y felicidad a mucha gente.

Julieta Mortati nació en Buenos Aires en 1984. Es licenciada en letras, periodista y editora. Dirige los sellos Tenemos las Máquinas y Metrópolis Libros. En Twitter es @julietamortati