29-08-2016

Mamá India en La Agenda

SÁBADOS DE SÚPER FICCIÓN

En la Montaña

Cuando yo insinuaba que podría conseguirse un trabajo y ahorrarse este tipo de problemas, él me miraba indignado y se iba.

27 de agosto de 2016

Por Soledad Urquia

Nunca llegué a saber del todo de dónde era, cuántos años tenía o si Siva era su verdadero nombre. Tampoco entendía por qué hablaba perfecto en inglés y con acento de Inglaterra si en realidad nunca había salido de India. Lo único claro era que hacía años que vivía en el pueblo de la Montaña: decía que había llegado hacía siete, pero los occidentales que llevaban mucho tiempo ahí comentaban que había estado desde siempre. Hablar era su principal talento, no sólo en ese inglés tan raro sino también en hindi, tamil y a veces en sánscrito. Quizá sea por eso que, cuando me acuerdo de él, lo primero que aparece en mi cabeza no es una imagen sino el sonido de su voz.

“Fortalezco mi cuerpo, estudio los Vedas, medito y me preparo para el cambio de era”, le dijo a un austríaco curioso y amable que le preguntó qué hacía durante el día. Yo sabía que no trabajaba pero, lejos de ser un sadhu entregado a la contemplación, era algo así como un lumpen demasiado cómodo como para vagabundear en serio. En ese pueblo, muchos sabios y buscadores de la Verdad comían todos los días gracias a la caridad y dormían en la calle, pero Siva nunca quiso sumarse a ese grupo. Incluso rechazaba mis invitaciones a los puestos callejeros donde yo cenaba porque él sólo consumía alimentos acordes a una dieta ayurvédica estricta que él mismo se había inventado. Incluía dos o tres litros de leche por día, un coco cada tres horas, todas las almendras que podía conseguir y pollo una vez por semana, lo que se complicaba bastante porque en esa parte de India todos eran vegetarianos.

Siva no tenía ningún ingreso pero se las arreglaba para que algún occidental financiara su vida. Igualmente, a veces se quejaba de que estaban a punto de desalojarlo de su habitación. Cuando yo insinuaba que podría conseguirse un trabajo y ahorrarse este tipo de problemas, él me miraba indignado y se iba.

La primera vez que se me acercó, me asusté. Tenía los dientes manchados, las uñas de las manos y de los pies muy largas, y usaba su única muda de ropa: un pantalón marrón y una camisa manga corta verde militar, gastados y con manchas de aceite. Pero después de que me hablara un poco confié en él, no sé si por intuición, por soledad o porque me estaba tomando muy en serio el tema de la aceptación total. Lo importante es que a partir de ese momento nos convertimos en algo así como aliados: sellamos un pacto de incondicionalidad y protección mutua. Siva empezó a llamarme little sister y a ayudarme con cuestiones prácticas. Con el fin de gestionarme alquileres baratos, esparcía por el pueblo rumores de que mi pobreza sólo era comparable con la intensidad de mi búsqueda espiritual. También le decía a quien quisiera escucharlo que yo tenía menos necesidades y deseos que cualquier persona, cualidades exaltadas al máximo en ese pueblo de yoguis. Otra cosa que inventaba era que mi familia, que siempre había vivido en un pueblo cordobés, pertenecía a la casta de los chatrias. Cuidaba mi alimentación, mi compañía y mi lectura.

—A eso tenés que leerlo en dosis, vos que sos vata —me decía cuando me encontraba en el puesto de té con un libro de algún gurú indio.

Prestaba una especial atención a mi salud y cada vez que me veía me tomaba el pulso, chequeaba mi temperatura y me pellizcaba para ver si había aumentado mi resistencia al dolor.

—No entiendo por qué sos estructuralmente débil —me repetía después de revisarme.

Una noche, caminábamos uno al lado del otro cuando, de repente, detuvo su verborragia por unos segundos:

—Recién me doy cuenta de que no dijiste más de veinte palabras en estas seis semanas. Y todos monosílabos.

—No me molesta que vos hables —respondí—, aunque muchas veces no tengo la menor idea de lo que estás diciendo.

A él no le importó y empezó a hablar sobre lo que él llamaba “nuestro proyecto”. La idea era que mi papá nos financiara desde la Argentina una granja orgánica para que él pudiera tomar toda la leche que su cuerpo necesitaba. De paso, yo también me fortalecería.

Cerró la conversación con el consejo de siempre:

—Nunca te cases con un musulmán ni aceptes hacer belly dancing por plata.

Yo me reí y él se enojó un poco.

Los dos pensábamos que el celibato era la forma de no desperdiciar la energía necesaria para acceder a niveles de conciencia más elevados. Pero Siva, de tanto en tanto, intentaba romper su

abstinencia y, pese a nuestros esfuerzos conjuntos, no cosechaba más que negativas. Llegó a tener alguna chance con una mujer irlandesa, mayor de cincuenta, un poco gorda y con el pelo naranja.

Le compré sahumerios y unas flores para que le regalara, pero él se las arregló para cambiarlas por una bolsita de castañas de cajú.

—Nunca hay que desperdiciar la oportunidad de comer grasas de las buenas —me dijo serio.

—No me siento bien —balbuceó Siva una tarde en el chai shop. Esperé unos segundos pensando que iba a seguir hablando pero se quedó callado.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Mi cuerpo se está por romper, ya lo sé, y siento una energía que me está por hacer explotar la cabeza —respondió mirando hacia abajo.

Cuando le pedí que me explicara mejor, me respondió en tamil. Su alteridad me sorprendió de repente, como si lo viera por primera vez. Me dio miedo darme cuenta de que no conocía del todo a Siva, con quien me había hermanado.

Así comenzó lo que él llamaba una mala época. Desapareció por unos días y la siguiente vez que lo vi estaba ojeroso, más flaco y tenía la boca torcida. Empezó a hablarme en sánscrito y reconocí algunas palabras como “liberación total” y “beatitud”.

—En inglés, por favor —le dije con tanta vehemencia que me pareció que no era yo quien hablaba.

—Hace tres días que no duermo ni como, viste cómo es la Iluminación —me explicó—. Sentí que algo denso y oscuro, como viscoso, se le había adherido a la piel y lo separaba del resto del mundo.

Pedí a la Montaña que Siva volviera a hablarme de los Vedas, a citar textos espirituales y Maestros o a explicarme de Ayurveda, pero él siguió fumando en silencio.

Una de esas noches fue a mi habitación. Entró agitado y nos sentamos en el piso, él sobre mi colchoneta y yo apoyada contra la pared, abrazando mis rodillas. Sus ojos brillaban, su voz sonaba más aguda de lo normal, estaba barbudo y sucio y gesticulaba con las manos mirando hacia arriba mientras hablaba. No entendía nada de lo que me decía, así que presté más atención y lo miré fijo, pero su letanía se me seguía escapando. De tanto en tanto decía que realmente me quería y valoraba nuestra amistad. Enseguida volvía a las palabras sueltas, las frases inconexas y la mezcla de idiomas. Yo no sabía qué hacer. Me largué a llorar y, casi en silencio, empecé a repetir “Siva Siva Siva Shambo, Siva Siva Siva Shambo…”.

(Primer capítulo de “Mamá India”, novela que Tenemos las Máquinas distribuye por estos días en librerías.)