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07-12-2017

ANGST por Natalia Rozenblum en la presentación

Sumergirse en la pileta. Caer al fondo hecha una bolita, las rodillas pegadas al pecho, la cola y los pies casi por tocar el piso celeste y descascarado. Pero no tocarlo, quedar suspendida ahí, a unos centímetros. Los rayos de sol atraviesan el agua como flechas que se clavan en el cuerpo. Flechas que en apariencia no lastiman pero que dejan marcas del otro lado de las costuras. El sonido lejano de lo que pasa afuera resuena como un eco, como algo que se dice despacio, como algo que no se comprende. La frecuencia acá es otra, una sensación de haber permanecido hundida varios días, aunque hayan sido apenas unos minutos. Algo de esto, o todo esto, es lo que me pasó cuando leí Angst. Una especie de viaje acuático o amniótico, si pudiera elegir otra referencia acuosa. Un viaje familiar, a pesar de que en términos estrictos uno no sea parte del árbol genealógico, porque lo familiar es lo conocido, y en este recorrido es fácil reconocer los vínculos incluso cuando esos vínculos sean de desapego, de desafecto, de desencuentro.


Los cuentos de Angst abordan relaciones más que hechos, y los personajes viven las cosas de una forma singular.


En el caso de Pimienta rosa, uno de mis preferidos, la protagonista atraviesa la muerte de su padre, y sin embargo no elude una mirada cruda sobre el matrimonio de sus padres. Dice:


“Mamá y papá habían estado casados treinta y tres años, la mayoría para no lastimarme. Lo que en principio los había seducido hasta el altar, se había ido secando como una lasaña en la heladera. Ella igual lo quería. Papá había sido un amante ausente pero un marido responsable, y con el tiempo mamá había aprendido a no tomarse su matrimonio como algo demasiado personal”.


Creo que esa última frase directamente es mi preferida de todo el libro.


Este personaje, como otros, se apropia de su historia pero casi porque se ve forzada a hacerlo. Cuando tiene que llamar a sus allegados para invitarlos al velorio dice:


“Aunque casi todos sabían que papá estaba enfermo, la gente se sorprendía igual. No te puedo creer, no te puedo creer, repetían, como si fuese una mentirosa. Era una de esas frases para comprar tiempo. ¿Cuál es la capital de Kazajistán? ¿La capital de Kazajistán, dijo? Después casi todos decían que lamentaban la pérdida”.


En “La mancha”, tal vez el cuento más singular por ponerse en la piel de una niña y hacer un trabajo profundo con el lenguaje como parte de ese universo infantil, la narradora reconstruye su entramado familiar mientras intenta tocar a algunos de sus compañeros. Uno de los personajes más memorables que menciona es su abuela.


“la abuela tenía las venas infladas y azules en las manos, ella me decía que eran ríos inundados de tinta pero yo le decía que no abuela si por adentro somos de carne y hueso y sangre. mi hermanita una vez dijo que eramos de carne y pollo y yo me reí. la abuela me dejaba que le aplaste los ríos con los dedos y eso a mí me gustaba aunque me daba nervios cada vez que se lo hacía porque era medio asqueroso. un día me dibujé líneas con marcador azul en mis brazos y le dije mirá abuela ahora somos iguales y ella se rió tanto que se le salieron los dientes, no uno o dos como al señor del taxi o a mí, se le salieron todos pero por suerte se los pudo volver a poner”.


Estas voces, ya sea que aparezcan en primera persona o bien con un narrador que cuenta sus historias desde afuera, pero al hombro del protagonista, o de la protagonista sería más correcto decir porque, si no me equivoco, en casi todos los cuentos los protagónicos son mujeres, quiero decir, estas voces son definitivamente, y estoy lista para el abucheo y las risas, de una escritora de cáncer. ¿Alguien más en la sala? Digo, Adri y yo somos de cáncer. No le voy a preguntar a Flor porque ya la stalkié y comprobé que no lo era, pero habría sido muy bueno. A lo que voy con esto es que este libro está escrito por alguien a quien no le alcanza con que nos arrimemos, nos quiere más cerca, adentro, y para eso trabaja con su mejor material: la intimidad.


En “Pollo frito” espiamos el vínculo entre una pareja que acordó no casarse nunca ni tener hijos los próximos diez años. En realidad espiamos el momento en que algo de eso se quiebra en medio de una acción cotidiana:


“Un domingo demasiado caluroso para el otoño, mientras se afeitaba las piernas sentada en el borde de la bañadera, Ana decidió que quería tener un hijo. Así había decidido las cosas a lo largo de toda su vida, en un minuto de claridad desafiante, del que después se colgaba con fuerza. Abrió la canilla y dejó que el agua se llevase los pelos.”


Cuando terminé con la primera lectura del libro me pasó algo muy particular. Creí ver en la calle a algunos de los personajes y atiné a hacer una mueca que no fue correspondida. Supongo que todos habrán pensado que me había confundido de persona o a lo sumo que los reconocía de Facebook u otra red social, y tal vez pasaron el resto de su día tratando de descifrarlo. Me pareció increíble que aquella hija del cuento “Pimienta rosa” o la pareja de Ana, en “Pollo frito”, habitaran también este mundo sin saber que eran parte de algo mucho mejor que la realidad: la literatura.


Angst está plagado de imágenes únicas y una voz suave, casi susurrante, como la de Adri. Una voz que es capaz de decir cosas hermosas y cosas horribles con el mismo tono, y que en ese sentido nos envuelve y nos incomoda, o me incomoda, voy a hacerme cargo, porque cada texto le arde a cada uno en sus propias heridas.


Angst es la ansiedad, el miedo y la angustia de publicar un primer libro. Todas esas sensaciones resumidas en un concepto y explayadas en varios audios que después puedo reenviar.


Angst es una gran burbuja de agua, con el piso celeste descascarado y donde uno se acerca y arranca un poquito más de pintura como si fuera la pielcita de una lastimadura que aunque sabemos va a doler, tiramos igual. Es estar fuera del tiempo de los demás, sumergirse hasta el fondo y dejarse entibiar por las palabras.