
¿Cuál es la tecnología de la imaginación? ¿Qué dispositivos conciben los escritores para inventar un cuarto propio, que imponga su estilo?
Antes de dejar Berlín, Brecht desplegaba su poética múltiple en sus siete escritorios mientras que Sylvia Plath advertía en la puerta de su cuarto: «¡Silencio, aquí trabaja una genia!». Miguel Vitagliano conjura e invoca los espacios, máquinas y manías de diversos escritores, para dejar vía libre a la escritura. Como si el espacio o el dispositivo fuera el primer requisito para la creación. «Llevamos incrustada en el estómago una máquina de escribir silenciosa», dice William Burroughs, y Vitagliano se pregunta cómo grandes escritores desplegaron una poética singular del espacio, su propia disposición, para escribir, siempre, en contra de los obstáculos, los exilios, las dictaduras o las interrupciones de la vida doméstica. Desde los primeros escritorios, como la célebre imagen de san Jerónimo junto a su león, hasta el claustro de Sor Juana, el encierro de Flaubert o la escritura siempre móvil de Sarmiento, cada estilo se puede pensar desde su dispositivo, es decir su disposición para escribir.
Hoy en día no encontramos ni un solo instante de nuestras vidas que no esté, asegura Giorgio Agamben, controlado, contaminado o modelado por algún dispositivo. Esa aparente imposición, es la condición de la imaginación literaria, la conciencia de esa restricción que es a la vez posibilidad. Desde la emergencia de universos alternativos como Tlön al ciberespacio, acaso todo lo que imagina la inteligencia artificial, también requirió antes una sala de máquinas con cientos, miles de escritorios ocultos, dispuestos para encerrarse a escribir las tramas incesantes de la literatura.
«Los escritorios nunca están quietos, solo se detienen en el momento en que hacen visible su característica fundamental, el conjuro, que tiene doble naturaleza: es fábula mágica y es confabulación».
FRAGMENTO
El escritorio de san Jerónimo, el traductor de la Biblia al latín, fue el escritorio más representado hasta la invención de la fotografía. Durero realizó su grabado en 1514, casi mil años después de la muerte de san Jerónimo y, sin embargo, eligió representarlo en un ambiente del Renacimiento. Las ventanas terminadas en arcos y con vidrios, el atril, la mesa y las sillas no son propios de la ciudad de Belén en el siglo v. Más allá de eso, resulta oportuno detenerse en el resto de los objetos. Sobre la tabla, solo el atril y el tintero; al costado libros desparramados, aún no se habían inventado las estanterías; atrás, colgadas en la pared, se ven notas, una navaja y unas tijeras. También hay objetos alegóricos, como la cruz, la calavera y el reloj de arena. El león y el perro echados delante de la mesa merecen otra atención. Cuentan que san Jerónimo le quitó a un león una espina que llevaba clavada y que desde entonces la fiera no se apartó de su lado: dicen que murió de hambre junto a su tumba otros aseguran que la leyenda es atributo de otro santo. Como la presencia del perro, se podría decir, porque ese animal no pertenecía a Jerónimo sino al mismo Durero, que seguramente buscó representar la lealtad a través de él.
La idea que destaca el grabado es que el escritorio ha sido siempre un espacio fuera de lugar para los escritores. Dispositivo de tránsito entre mundos y épocas. Dispositivo de transformación. No hay escritorio que no contenga objetos imposibles, restos de futuros que acaso jamás serán visitados. ¿Qué es lo que cuelga del techo? ¿Es simplemente
una calabaza en posición inexplicable? Maquiavelo no ocultó el poder que expandía su propio escritorio. Después de un tiempo en prisión acusado de conspirar contra los Medici, se retiró a vivir a una casa de campo. Pasaba los días entre leñadores cazando tordos en el bosque o conversando en la posada con un carnicero y un molinero. Maquiavelo lo dice de otro modo: «revuelto con estos piojosos, dejo enmohecer mi cerebro y desahogo la malignidad mía». Y contrasta esa situación con lo que le sucedía por las noches al regresar a la casa, cuando se despojaba de la «ropa cotidiana» y entraba a su escritorio a dialogar con los grandes hombres: «Durante cuatro horas no siento fastidio alguno, me olvido de todos los contratiempos; no temo a la pobreza ni me asusta la muerte». En esas condiciones escribió El Príncipe, publicado un año antes de que Durero realizara su grabado.
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ISBN: 978-987-3633-45-4
Número de páginas: 136
Año de publicación: 2025