07-09-2018

TLM en nota de Eterna Cadencia

Cómo hacer un agujero en la pared del mercado editorial

Por Eric Schierloh

¿Cuántas cámaras e impresoras hacen falta en el mundo "para producir algo en términos más o menos estéticos o artísticos, como querían las vanguardias"? Esa es la pregunta que el editor de Barba de abejas se hace en esta columna. De Mekas a Pasolini, de los smartphones a las imprentas: "Tenemos las máquinas, además del derecho natural a intentarlo".

 

 

Estaba en la Zona Editada del Mercado de Arte Contemporáneo de la ciudad de Córdoba (un espacio pequeño pero pujante y acogedor dentro del Cabildo, dedicado a proyectos editoriales artesanales y de arte impreso de buena parte del territorio nacional y con algunos invitados de México y Chile) cuando Guillermo Ueno de Foto Crazy me recordó un episodio de un libro prodigioso: Cuadernos de los sesenta de Jonas Mekas (lo publicó Caja Negra el año pasado). El episodio había quedado suspendido en mi cabeza a la espera de una súbita corriente que lo empujara hacia las aguas abiertas de la posibilidad de otra cosa: casi siempre un texto.

Jonas Mekas va a Roma en 1967 para visitar a Pier Paolo Pasolini en su casa. Ahí Mekas le comenta que en los Estados Unidos hay 7 millones de cámaras caseras. 7 millones de cámaras de 16 y 8 mm que en un juego de la mente Mekas imagina “liberadas” y puestas a disposición de todos aquellos que quisieran hacer películas: “Este es el verdadero sentido de lo que llamamos cine underground. Quitarle el cine a la industria y a Hollywood”. Y si bien Mekas admite que el plan es exagerado, o al menos lo es la idea que está detrás, me parece que como en toda idea descabellada, excedentaria incluso, en la de Mekas hay un sedimento antiguo de una cierta veracidad, el rastro ligero de una cadena genética de lo efectivo e imaginable, y diría también que hasta un cierto grado de posibilidad de realización.

Creer que en el seno del capitalismo individualista más feroz millones de personas que no se arrogaban ningún interés por el cine underground (¿por qué habrían de tener alguno?) iban a liberar sus cámaras para que otras las aprovecharan artísticamente hubiera sido ridículo. Por eso Mekas aclara y salva el problema, para que no quede en mera jugada de pizarrón, transformándolo en un asunto puramente personal: “Diciendo que todos pueden hacer películas estamos liberando esos 7 millones de cámaras”. Se trata, en definitiva, del mismo mensaje que proclamaban las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX: cualquiera puede ser un artista. La tecnología digital ha transformado una parte significativa de nuestras vidas en un texto, en un continuo de escritura y lectura, y la inmensa mayoría escribe y lee, debe hacerlo (aunque no necesariamente en términos estéticos, claro). Aunque aquel mensaje de las vanguardias tenía para mí un corolario mucho más interesante, sobre todo por complejo, por no decir harto difícil de lograr, y porque no depende exclusivamente de la tecnología: se trata, pues, de hacer de la vida una experiencia estética, de hacer de una vida una obra.

Retomo. Escribo en Google: smartphone users. Medio segundo después el copete que corona más de 390 millones de resultados (acabo de leer en un libro sobre el que también escribiré pronto, y que llega entonces ahora a mi mente como otro camalote, la idea de que la acumulación es antes que ningún otro el rasgo distintivo del capitalismo, y eso vale tanto para los fondos de inversión de las corporaciones, los vestidores de los ricos, los metros cuadrados de feedlot y soja, los mundos garage de los acumuladores y la novela moderna de Cervantes o Sterne pero también de la vida/obra de Aira o Goldsmith) dice (traduzco):

“Se prevé que el número de usuarios de smartphones aumente de 2100 millones en 2016 a cerca de 2500 millones en 2018 (…) Las proyecciones permiten suponer que en 2019 el 36% (2800 millones) de la población mundial utilizará smartphones”.

Me concentro en la búsqueda de smartphones para asegurarme de que haya en cada uno de esos aparatos una pequeña cámara de video. Resumiendo: el año que viene 1 de cada 3 humanos en el planeta tendrá una cámara de video en el bolsillo. Y eso sin contar todas las cámaras producidas hasta hoy…

Lo que nos obliga a colegir la perogrullada de que en el año 2018 (¡como en 1967!) lo que falta no son cámaras. Por un lado está entonces el hecho evidente de que la realidad material y técnica es necesaria pero no suficiente, y por el otro la necesidad de continuar revisando nociones como las de filmar, película, cámara, cine, escritura, libro, obra, etc. Nunca se filmó tanto en el mundo como en los últimos 15 años, momento en que los teléfonos incorporaron la bendita cámara de video. (Haciendo una analogía podría decirse que nunca se imprimió tanto en el mundo como en los últimos 30 ó 40 años, cuando se popularizaron las impresoras hogareñas.) Desafortunadamente, sabemos ya que una inmensa mayoría de esos videos son videos de rostros humanos delante de toneladas de arena, agua salada y sombrillas, glaciares de museo, animales exóticos o estúpidos fondos de alturas mortales. Se trata, en principio, de personas sin ningún tipo de interés artístico por el cine underground (¿por qué habrían de tener alguno?). Bastaría con hacer otra búsqueda en Google para…

Filmar aparece disociado de hacer películas, de la misma forma que imprimir (incluso imprimir “literatura”) no es necesariamente editar.

(Digresión: no hay resultados directos sobre cuántos videos hay en Youtube. Sin embargo hay un video en Youtube en el que un hombre asiático se toma el trabajo de calcular con bastante verosimilitud que en 2013 había no menos de 2.890 millones de videos.)

Lo que falta, lo necesario en todo caso es mucho más difícil de describir, aunque imagino que a la respuesta pueden nutrirla ciertos matices respecto del interés más íntimo por el cine o la escritura o la vida en términos estéticos, otro tanto por la técnica y las máquinas necesarias para el desarrollo de un proyecto y, por fin, mucho pero mucho desinterés genuino por todo lo demás que parece que suma pero al final siempre resta (lo que está afuera y fija las formas y contenidos del adentro de una práctica, de toda práctica. Werner Herzog tuvo que robar una cámara de la escuela de cine de Munich para poder filmar sus primeros trabajos. Fue un acto delictivo, quizás. “Tenía un derecho natural a esa herramienta”, dijo Herzog. Me parece atendible el hecho de que “derecho natural” pueda parecer, equivocadamente, un oxímoron. Werner también dijo esto otro, que curiosamente me recordó alguien más también en el MAC de Córdoba: “Si uno necesita aire para respirar y está encerrado en una habitación tiene que agarrar masa y cortafierro y hacer un agujero en la pared”).

Y entonces se me ocurre, a mí que suelo insistir en que la invención de la impresora hogareña fue (al menos) tan importante como la invención de los tipos móviles (“Flores y tecnología”: la EP101 fue desarrollada por Epson en Japón el año siguiente a la charla de Mekas con Pasolini), escribir en el buscador esto otro: “how many printers in the world”. Medio segundo después no hay resultados que se ajusten a lo que busco. La propaganda y los artículos destinados a convencer a las personas de las ventajas o desventajas del láser o el chorro a tinta lo cubren todo.

Aún así, algo me dice que en el mundo hay ya la cantidad necesaria. De impresoras. Y de cámaras. Y de casi cualquier herramienta necesaria para producir algo en términos más o menos estéticos o artísticos, como querían las vanguardias. Concretamente (y este es el exacto lugar al que me trajo aquel comentario de Ueno), la cantidad necesaria de impresoras para poder hacer de la edición artesanal (que es un territorio creciente dentro de la vasta edición independiente argentina y mundial) un espacio cada vez más propositivo e interdependiente, diverso en cuanto a la mentada bibliodiversidad pero también la igual de importante librodiversidad (me refiero a la diversidad material de los libros), verdaderamente autogestivo, capaz de recuperar, nutrir y crear lectorados, de ejercer soberanía editorial y también de traducción y publicación regional, y, por último aunque no menos importante, de ser la posibilidad de subsistencia de pequeñas economías personales a escala real (ya escribiré sobre este otro camalote, puntualmente). Lo que falta no son sólo impresoras. Lo otro necesario son los espacios de circulación y visibilidad para las editoriales emergentes (están en construcción) pero sobre todo que se multipliquen los nuevos editores que, forzados por el neoliberalismo cultural y editorial, entran a la edición artesanal por un agujero en la pared. Me parece además una forma (y quizás la mejor) de continuar algo del espíritu de la operación clave de Mekas (y las vanguardias): proponer y elaborar con audacia (¡sobre todo con audacia!) una defensa del arte aficionado y no profesional.

En una de las dos entrevistas brillantes que Mario Bellatín, de visita ahora mismo en el país, acaba de dar, dice: “La intención es que quede una escritura y no una anécdota. A mí me importa escribir, no decir algo”. Los relatos están siempre afuera. El afuera del lenguaje que soñaba Benjamin es (tiene algo de budista el juego) el interior neurálgico de la escritura, esa inscripción a golpes sobre una superficie (incluso digital). El puente (endeble, un puente de sogas y tablas entre dos montañas en medio de una tormenta, y aún así) se llama edición. Pero edición entendida como arte nuevo de hacer libros, no como mera repetición cultural y académica vaciada y superabundante en preceptos y normativas cada vez más ligados a la economía y la industria cultural y el marketing que a una forma auténticamente estética de vivir la vida.

Quiero además, para ser justo, escribir esto otro: desde que soy editor artesanal por encima de cualquier otra cosa he escrito más y mejor (y acá mejor se refiere a la densidad textual y objetual de los artefactos que produzco, pero también de las ideas que puedo abarcar y desarrollar), y a cada momento me encuentro pensando en libros y proyectos (¡sobre todo proyectos!) nuevos, y en cómo seguir participando de la microscópica subregión artesanal de la edición independiente. Me resulta imposible no ver en la edición del siglo XXI que tanto le debe a Ulises Carrión (muerto en 1989) algo del Mekas que llegado a Nueva York se pone a registrarlo todo por escrito en unos cuadernos o a filmarlo con una cámara Bolex que lleva a todas partes como si fuera su sombra. Hay que hacer algo con eso. Tenemos las máquinas, además del derecho natural a intentarlo.

CABOS SUELTOS RETOMADOS

1. Gracias Guillermo Ueno por el recuerdo del fragmento en el libro prodigioso de Mekas.

2. En aquella búsqueda sobre la cantidad de impresoras que hay en el mundo apareció entre la preciosa montaña de basura textual un dato interesante: la venta global de impresoras es un negocio pujante de 1000 millones de dólares, pero no a causa de la industria editorial, o siquiera de la industria gráfica editorial, digamos, sino de la impresión de empaques y etiquetas.

3. La cámara Sony DSR-PD150, por ejemplo, tiene una resolución horizontal de 530 dpi. Compárese con las especificaciones técnicas de casi cualquier smartphone de hoy en día.

4. Es muy probable que la editorial con el nombre más bello y justo de la Tierra sea, precisamente, TENEMOS LAS MÁQUINAS.