21-01-2019

Luis Gusmán en La Nación

 "Los modos de leer cambian según la época y los estados de la lengua"

Por: Daniel Gigena

Es uno de los grandes escritores argentinos, en cuya obra conviven la vanguardia y la tradición, el clasicismo y el afán por encontrar nuevas instancias de lectura, las tramas contundentes y la reflexión sobre esa materia inestable que, en su opinión, es la literatura. Autodidacta e infatigable, perfila un trabajo singular en la cultura local. En 2018, Luis Gusmán publicó tres nuevos libros de ensayo: La valija de Frankenstein (Edhasa, con ilustraciones de Daniel Santoro), Esas imbéciles moscas(Godot, con ilustraciones de Noemí Spadaro) y La literatura amotinada (Tenemos las Máquinas), sobre las obras de Leónidas Lamborghini, Héctor Libertella y Ricardo Piglia. "Después de David Viñas y Jorge Luis Borges, ellos hicieron un esfuerzo sistemático por pensar la literatura argentina", sostiene Gusmán que, además de escritor, es un reconocido psicoanalista. Para la reedición de Epitafios (17Grises) añadió cien páginas donde reflexiona sobre lo insepulto desde el prisma que prestan la literatura y la filosofía.

El año que recién comienza promete otra cosecha fértil para el autor de El frasquito. En Emecé, publicará un libro sobre episodios de encuentros y despedidas en la literatura universal ( Flechazos); en Ampersand, un recorrido personal por su mitología lectora (Avellaneda. El alma que canta), y 17Grises lanzará una recopilación de ensayos con el título Marcho enmascarado. Se reeditará, además, la extraordinaria novela En el corazón de junio, de 1983, que ganó en ese entonces el premio Boris Vian.

 

Antes de viajar a Barcelona para la presentación de su novela Villa, que en España acaba de publicar el sello Contrabando, Gusmán conversó con LA NACION en su estudio y consultorio, donde lo acompañan pinturas firmadas por amigos artistas, entre otros Eduardo Stupía, Daniel Santoro y Noemí Spadaro. 

Tanto La valija de Frankenstein como Esas imbéciles moscas tienen un método compositivo similar; ambos parecen los libros de un lector.

Totalmente. Porque no quise hacer un catálogo, sino que utilicé la valija y las moscas como metáforas. Cuando los presentamos en la Universidad Nacional de Mar del Plata, la decana de la Facultad de Letras me dice: "Cómo no pusiste la valija de Cervantes". Tiene razón. Cada persona, cada lector, agrega una valija más. Así también se agrega una mosca más. La mosca, por la frase de Elias Canetti que dice que todo escritor tiene una mosca volándole alrededor de la cabeza, y la de Ramón Gómez de la Serna, que decía que el mejor crítico literario era la mosca, es una metáfora de la lectura. Aunque es verdad que Marguerite Duras reflexionó sobre la "escritura mosca".

¿Qué significó para la cultura argentina el grupo que se formó alrededor de la revista Literal? ¿Por qué no existe hoy nada similar a esos grupos?

¿Pero ahora no hay demasiada atención puesta en la novedad?

Acá viste cómo es; es una crueldad este país. Alberto Girri era el poeta nacional, ¿pero quién se acuerda de Girri ahora? Yo era muy amigo de Enrique Pezzoni y una vez José Bianco vino a casa con Girri. Para mí fue un honor. Hoy nadie se acuerda de él. Canchero, buen poeta, un traductor espectacular; ¿quién se acuerda? Acá es así. ¿Qué nos queda a los demás si con Girri pasa eso? Es muy duro el país con los escritores. Por eso la valija de Frankenstein es una metáfora, en el sentido de que la literatura va introduciendo textos, los mezcla, los saca, pone otros; autores como Ricardo Zelarayán, Miguel Briante o Néstor Sánchez de golpe desaparecen y luego vuelven. No sé si en otros lugares es igual. El año pasado fui a ver la tumba de William Faulkner; el rancho en Misisipi se caía abajo, y eso que era Faulkner. Por otro lado, la ministra de Economía de Irlanda dijo que el mayor ingreso de divisas que tenía por turismo era por aquellos que hacían los circuitos de James Joyce y Samuel Beckett. Acá en particular es duro.

¿Por qué creés que pasa eso?

No lo puedo entender. Hablando con Fernando Fagnani, él decía que los escritores uruguayos de nuestra generación tenían un reconocimiento nacional que acá no se daba. ¿Quién se acuerda hoy de Juan Martini, que publicó La vida entera con elogios en contratapa de Juan Carlos Onetti y Julio Cortázar? Y Libertella ganó el Rulfo. Perlongher lo mismo, no se encuentran los libros de él. Incluso no sé si vas a las librerías y pedís La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, y lo tenés rápido. O El diario de la guerra del cerdo, escrito antes que La naranja mecánica; para mí, su mejor libro. O Marco Denevi, al que filmó Joseph Losey. El caso de Ricardo Güiraldes es otro. Él tuvo dos desgracias: en primer lugar, el apellido, que lo ubica inmediatamente en una clase social, y luego, que su mejor libro se convirtió en un texto escolar. Hay un culto a lo inmediato, a lo mediático, a la novedad.

¿Y esas construcciones de dónde salen?

De la literatura. Por eso decía que la valija es una buena metáfora de lo que se pierde, lo que se mezcla, lo que desaparece y se reencuentra. Borges tenía esa respuesta tan buena cuando le preguntaban cómo iba a ser la literatura en 2000. Decía: "Si me fuera otorgado leer cualquier página actual como la leerán en el año 2000, yo sabría cómo es la literatura del año 2000". Según los protocolos de lectura que se hacen, es la suerte de los libros. Cuando salió El frasquito, en 1970, no conseguía editor; me lo querían publicar con un prólogo psiquiátrico. Por fin salió, con prólogo de Piglia. Era un libro terrible en esa época, prohibido. Ahora la gente joven me dice que es divertido. Los protocolos cambian según las épocas y los estados de la lengua.

Pero no creo que El frasquito o Brillos se conviertan en textos escolares.

Nunca se sabe. ¿Qué hacemos con Lolita, con Moby Dick, con todo Conrad? El otro día salgo de casa hacia un bar donde nos encontramos con Luis Chitarroni, con Jorge Jinkis, con Salvador Gargiulo. Me cruzo con un muchacho que iba leyendo por la calle, paso al lado y me dice: "Gusmán". Le pregunté de dónde lo conocía. "Soy un lector", me respondió. Leía a Platón. Y me preguntó qué leía yo, que estaba con la poesía de José Lezama Lima. Para mí eso es la literatura, esos encuentros. Una vez un librero de El Ateneo me contó que El peletero [novela de 2007] le había salvado la vida. Le pregunté cómo era eso. Me dijo que él venía de Quilmes en el colectivo y estaba leyendo inclinado, leyendo muy atento, y cuando desde afuera tiraron un tiro se salvó porque estaba en esa posición. Es extraordinario, ¿qué importancia tiene si es verdad o no? Lo importante es creer que un libro te salvó la vida. A mí me la ha salvado. Todas esas coincidencias, esas lecturas, esos encuentros, lo que los surrealistas podrían llamar "el azar objetivo", me salvaron muchas veces la vida.

¿Fuiste primero escritor y luego psicoanalista?

Sí. Desde que me hice psicoanalista, tengo en el estudio los ojos de Franz Kafka, vigilando para que siga siendo escritor, y los de Sigmund Freud, en el hermoso cuadro de Stupía, para que siga con el psicoanálisis. Estoy con las miradas interceptadas de Freud y de Kafka. Cuando escribo, me olvido del psicoanálisis. Jorge Panesi dijo que lo sospechoso en mi obra era la ausencia del psicoanálisis, como si fuera deliberadamente una censura. Me invirtió la cuestión. Las primeras críticas que me hicieron iban en esa dirección del psicoanálisis. El frasquito fue leído así, porque tiene toda la impronta del primer libro, con una escritura alucinada. Como la historia de la literatura es un malentendido, pasó como un libro vanguardista, de ruptura, pero yo lo escribí como pude. Chitarroni opina que es un libro incorregible. No podría volver a escribir un libro como ese.

Tiene una carga que se emparienta con la de otros libros tuyos.

Lo de los parentescos es interesante. Cuando me prohíben El frasquito, yo estaba en la librería Martín Fierro con Cecilia Absatz, y le regalo Brillos. Pero ella me pide El frasquito. Mientras lo voy a buscar, porque estaba escondido, y se lo doy, viene una señora de Tradición, Familia y Propiedad, y dice: "A ese libro lo estamos buscando". Ella no sabía que yo lo había escrito. O se lo daba o llamaba al patrullero. Ya me habían prohibido vender Monte de Venus, de Reina Roffé. Todavía no le había dicho a esa mujer que yo era el autor. "¿Qué va a pasar?", le pregunto. "Pregúntele a Medina", me dice. Enrique Medina se había puesto a escribir libros para chicos después de que lo persiguieran por sus primeras novelas. Entonces le leo un fragmento de Brillos, donde aparece el Tigre Millán, con la cara picada de viruela. "Usted es un degenerado", me dijo, y se fue. Ahora, para escribir Avellaneda. El alma que canta volví a la historia del Tigre Millán, que resulta que no hubo uno, sino dos. La literatura rompe con la idea de secuencia.

¿Tu escritura se volvió más clásica con los años?

Hice el camino inverso al de Libertella, que se volvió cada vez más vanguardista. Yo hice al revés. En el medio, para conservar la trama tuve que perder la escritura.

¿Qué significa que tuviste que perder la escritura?

La trama te exige perder cierto aire lírico. Si uno piensa en los grandes, en Faulkner, por ejemplo, a veces no se entiende nada. La lectura de Graham Greene me vino muy bien porque me dio la idea de una trama, aunque por otro lado Greene tampoco es tan lineal. Las otras cuestiones que son difíciles para la escritura de una novela es la idea del personaje. No hay tantos personajes en la literatura argentina. El otro día, con Máximo Soto, pensamos: Erdosain, Renzi y Tomatis, que son álter egos de los autores; Molina, de Puig, la Maga, de Cortázar, Fredi, de Héctor Lastra, Zama, de Di Benedetto. No hay tantos. El otro desafío para un escritor varón es cómo en una novela se hace hablar a una mujer, cómo se construye un personaje femenino. Manuel Puig lo hace a las mil maravillas.

¿Cuál es tu mirada sobre la política cultural de Cambiemos?

Mi posición es crítica. En nombre de la modernización que encubre una política de reducción, Cultura perdió su rango de Ministerio para reconvertirse en Secretaría. Hay una política cultural de la superficie, lo que se da ver en la ciudad. Basta ver el lugar privilegiado que se les otorga a los espacios verdes, en contraposición con los espacios cerrados, espacios no visibles como los gabinetes de los investigadores del Conicet de cualquier disciplina. Es como vivir en la novela de Charles Dickens, Historia de dos ciudades, una ciudad oculta otra ciudad. En Esas imbéciles moscas, me ocupo de una aguafuerte de Roberto Arlt, "Escuela invadida por las moscas", donde se denuncia el estado de la escuela pública. Esa aguafuerte es actual. Basta nombrar el cierre del primer año en la escuela nocturna n°12 en Villa Lugano [la aguafuerte de Arlt transcurre en ese barrio], lo que significa que no ingresarán nuevos alumnos. La escuela no es solo un lugar de formación educativa, sino también social y de contención afectiva. Si se cierra, como se dice, esos chicos quedan en banda.

¿Seguís la producción literaria contemporánea local?

Los libros de ficción que me parecieron diferentes son El amor nos destrozará, de Diego Erlan; El libro enterrado, de Mauro Libertella; El colectivo, de Eugenia Almeida; Lalengua alemana, de Julieta Mortati, y muy especialmente, porque estaba escribiendo sobre el tema, El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon. Creo que todos ellos tratan la cotidianidad y los sentimientos con una lengua diferente. Como toda enumeración, es tan injusta como caprichosa. Te cuento que hace poco me invitaron a leer a la librería Caburé, en San Telmo. Dos escritores jóvenes leyeron antes que yo, directamente del celular. Ahí me asusté y le pregunté al librero si había visto la película El hombre equivocado. "Por favor, poné una lámpara y un escritorio porque traje papeles. No tengo celular".