11-06-2019

Los triunfos pasajeros en Solo tempestad

Reseña #803- La razón y los monstruos

 

Por Lorena Gall

Cuando fui a la presentación de Los triunfos pasajeros, la primera novela de Melina Dorfman, publicada recientemente por Tenemos las máquinas, Santiago Sorter dijo que Melina hace de ella misma un personaje literario, organiza los eventos de su vida de modo que parezcan literatura. Creo que todos los que la conocemos estuvimos de acuerdo con él. Melina es singular y de la singularidad hace su bandera porque tiene preferencias para demasiadas cosas: un tipo de pastelería, un momento de la historia del rock, algunos directores de cine, algunos íconos, ciertos tragos, este tipo de café, estos zapatos, una centena de películas, las mismas ciudades que visita con frecuencia, este estilo arquitectónico, estos escritores. Pero sobre todo, lo que la hace especial es su híperracionalización de lo que le toca vivir. La manera en que arma causalidades curiosas entre eventos que uno quizá, no asociaría en primera instancia.

La protagonista de esta novela se parece bastante a la autora. O mejor, las interpretaciones y el relato de su experiencia se parecen mucho a los modos en los que Melina interpreta y narra la suya: deteniéndose en detalles extraños, sobreinterpretando todo hasta darle sentidos complejísimos a experiencias mundanas. Quizá muchos podamos sentirnos identificados con esta forma de ser, pero creo que ella nos gana. 

El inicio de la novela, narrada en primera persona por Ruth, escritora y periodista, muestra esto: «Habían pasado tantos años desde mi última cita que ya me consideraba una fundamentalista de la imposibilidad.» Sigue: «al principio, me victimizaba, infiriendo que siempre había tenido mala suerte en el amor» y continúa: «cuando ese argumento comenzó a debilitarse por no estar edificado sobre una base racional sólida (¿quién es desafortunado por siempre y debido a qué factores terrenales?) recordaba a la fuerza ciertas experiencias fallidas…» Lo que vemos aquí es que Ruth no va a expresarnos que sufre la ausencia de sexo, que se desespera por el contacto con un cuerpo. Al contrario, lo que hace es abandonar argumentos, inferir otros, buscar «factores» que puedan ayudarla a elaborar una hipótesis que sienta sólida. A partir de acá, el programa de Ruth va a inclinarse, quizá contra su voluntad, mucho más en la dirección de buscar explicaciones más convincentes y tener razón que en la de tener sexo. Incluso, cuando lo consigue, los pocos contactos sexuales que se cuentan en la novela son negras elipsis, se producen a puerta cerrada. Ruth no quiere hablar de eso. No cree que el lector quiera saber eso.

En esta negación de su cuerpo, Ruth encuentra un modo de vivir y de escribir. Como lectores, podemos sentir incomodidad al principio por esa racionalización excesiva de sus necesidades y deseos o el pudor para hablar de sexo. Sin embargo, a medida que avanzamos, el texto empieza a levantarse ante nuestros ojos como un castillo complejo y laberíntico en el que Ruth nos irá tratando de explicar las razones de su fallida historia de amor con Félix.

Félix es empleado en un comercio, mujeriego e indolente, que suele justificar todo lo que hace con argumentos inmaduros como «me colgué» o «quebré». Félix es lo contrario de Ruth, contracara de sus modos de proceder ante los otros, de cuidar lo que se quiere mostrar. Miente brutalmente o dice la verdad, también sin medias tintas. Y no se preocupa demasiado en ocultar sus propósitos egoístas. Es el personaje antimoral y Ruth, lo opuesto y por lo tanto, es ella la que paga siempre sus faltas y la que asume la responsabilidad de ponerle límites, cuando bien podría elegir pasar página y concentrarse en conseguir lo que necesita por otras vías. Ruth se aferra a descubrir las reglas que le permitan desentrañar el deseo masculino.

Entonces, la novela se vuelve eficaz en trasmitir los mecanismos de una persona atrapada en una mente boscosa que no consigue romper la barrera que la separa de su cuerpo y de una experiencia más satisfactoria del sexo y el amor erótico.

El lenguaje de Ruth al narrar traduce un poco su forma de estar en el mundo. Es artificioso, elegante, de a momentos demasiado formal. Escuchamos ese narrador y pensamos: ¿Ruth hablará así? ¿de ese modo escribirá los mails con los que pretende consumar un encuentro sexual? Entonces surge otra pregunta: ¿Ruth acaso, tendría exito en otra sociedad? ¿Puede que la dificultad que tiene para vincularse con este chico y otros tenga que ver con sus limitaciones para lidiar con la idiosincracia local? Volvemos a leer y descubrimos que su voz tiene poco de rioplatense también. No habla como una argentina. Nos cuesta imaginar una Ruth que tome mate, gesticule demasiado, le ponga dulce de leche a lo frío, queso rallado a lo caliente y cara de asco a lo hervido, como dice Casciari en uno de sus cuentos. Siempre apartada del costumbrismo, su sensación de no pertenencia la acompaña también allí en las situaciones donde ella necesitaría abandonarse a la espontaneidad que le arranque una carcajada inadecuada o un gesto grosero.

La novela concluye con un texto en el que Ruth se muestra aliviada porque descubre que tenía razón en haber desconfiado de algunas de sus suposiciones, no porque haya conseguido satisfacción sexual o afectiva. Queremos llorar y encontrar a Ruth en algún lado, extirparla del texto y abrazarla. Ese es otro logro de la novela. La melancolía de Ruth, su obstinada perseverancia en aquello que la hace sufrir, nos llena a nosotros lectores de angustia, una emoción poderosa que solo consiguen los buenos textos.

Los triunfos pasajeros (2019)

Autora: Melina Dorfman

Editorial: Tenemos las máquinas

Género: novela