27-09-2021

Tamara Tenembaum escribe sobre La luz en la montaña en DiarioAr

Siempre me sorprendo cuando escucho a alguien hablar de la espiritualidad como de una dimensión fundamental de la vida, como de una que tiene tanto peso como la material; me sorprendo aunque sea una frase hecha, y pienso que esto es al menos por dos razones que en realidad son una. No estoy hablando de algo bueno o que me enorgullezca: estoy confesando un prejuicio. En primer lugar me sorprende que lo crean: que dedicarse a meditar o rezar pueda ser tan importante como tus amigos, tu familia, conseguir con qué vivir, tratar de pasarla bien o enamorarse. En segundo lugar —y es todavía peor— lo que me pasa es que no les creo: en la amplia mayoría de los casos, no creo que de verdad piensen que es igual de importante. Hay una anécdota con poca gracia que cuento siempre: cuando mi hermana la segunda se casó, lo hizo en un templo no ortodoxo, mucho menos religioso que el templo y la comunidad en que nosotras nos criamos. Una semana antes de la ceremonia parece que es costumbre pasar shabat en ese templo y sonreír cuando nombran a todas las parejas que se casan en los próximos días. Con mis hermanas estábamos desconcertadas e indignadas, un poco en chiste y un poco en serio: el shabat de los no ortodoxos era casi todo en castellano (lo cual por supuesto sé que objetivamente es mucho mejor y más inclusivo) e incluía momentos de silencio new age en los que tenías que pensar en tus cosas y hacer algo parecido a meditar. Si tengo que ir a una misa, le dije a alguien para explicar lo que quiero decir, que sea en latín. De los dogmas que descubro que me quedaron grabados en el cerebro este tiene que ser de los peores y de los más indelebles: quien no va a fondo con una creencia, está mintiendo

 
Así y todo, hay un tipo de libros sobre espiritualidad que me gustan mucho: los de las personas que me cuentan su viaje, sus intenciones, sin tratar de venderme nada. Supongo que esos son los únicos libros espirituales que pueden devenir literatura. Me gustó El reino, de Emmanuel Carrère, aunque la mitad del medio, donde habla sobre los Evangelios, nunca la leo, leo sólo el principio y el final; y me gustó también La luz y la montaña, de Soledad Urquía. Me gusta porque la narradora, sin ser cínica, habla de su búsqueda como se habla de una necesidad personal, no de un ideal moral o una vida mejor: incluso -aún mejor- como de una debilidad. La debilidad de esta narradora es su necesidad de irse, de evadirse a un mundo que no es éste; si otras personas lo hacen con drogas duras, ella con votos de silencio y retiros exigentes. Hay algo en la restricción (no hablar, no comer: cuenta que en un retiro hasta recomendaban evitar mirarse a los ojos) que le queda bien, la satisface. Todo ese mundo amenaza con desplomarse cuando la narradora queda embarazada, y la restricción pasa a ser la hora en que su hijita decide levantarse, o tiene que comer, o ir al colegio.

Es interesante la relación que tiene la narradora de Urquía con la creencia: en una de las primeras entradas -el libro está escrito en forma de diario-, la narradora, que al igual que Urquía desde hace unos años vive con su hijita en Traslasierra, va a hacerse una revolución solar con un astrólogo de la zona. Para quienes no creemos en nada, esa es solamente una más entre las cosas que hace la gente mística: para ella es un salto de fe, y se empuja a sí misma a pensar que no importa si cree o no cree, que está compartiendo con ese muchacho un lenguaje simbólico y que en eso solo ya tiene que haber algo de magia. Eso me acercó a ella: cuando me separé, a principios de este año, yo también fui a consultar a un astrólogo con la certeza de que no iba a creer en nada pero que cualquier verso, en el sentido literal, me iba a venir bien.

Los intentos de la narradora de La luz y la montaña de equilibrar su vida material con su necesidad espiritual me hicieron pensar en mis propios intentos de armonizar mis cosas: yo también intento que la agitación del trabajo y la vida social no se robe toda mi energía ni se convierta en toda mi vida, aunque esa luz que intento preservar la use para otra cosa. Me angustio cuando siento que en algo que estoy escribiendo se cuelan las ganas de agradar o las ganas de hacer plata, que en la industria en la que yo me muevo son casi lo mismo. Hay una pureza que quiero cuidar: eso es una fe también. Y pensé también en una cuestión en la que por lo general trato de no detenerme, justamente porque es un superyó al que decidí que no voy a subirme: ¿por qué, efectivamente, no me interesa la vida espiritual, por qué no logro que me interese? No es la dimensión de la productividad económica: mi vida está llena de cosas que me hacen perder plata. No es tampoco mi fascinación excesiva por los placeres terrenales, entre los que incluyo a la literatura, aunque en parte es eso. Creo que antes que nada se trata de una incomodidad absoluta con la pasividad: todas las cosas que me gustan, las quiero hacer. Me pasó con los libros, con el teatro, con la música, con la televisión: si algo me seduce necesito hacerlo. Todos los mundos me interesan un poco, pero en los que no puedo hacer cosas (la pintura, la ciencia) nunca puedo permanecer demasiado.

Ayer estaba tratando de cantar una canción que en teoría escribí yo, pero por alguna razón neurótica me queda algo incómoda: me di cuenta de que las primeras notas me quedan en la zona de pasaje de la voz, donde la voz de pecho se convierte en voz de cabeza, un lugar en el que cuesta hacer pie, que siempre paso rápido vocalizando pero que nunca termino de afianzar al cantar porque no tengo paciencia. Mientras trataba de calentar despacio la garganta en ese lugar me pregunté si esa búsqueda de paciencia, que sí es algo sobre lo que trato de trabajar, se parecería a eso que la narradora de Soledad Urquía busca hace años en retiros espirituales pero también en los recovecos de su vida, en los rincones de su alma. Es muy distinto –como- es evidente-, pero algo en común hay, además de una idea de paz. La narradora de Soledad está en una búsqueda de disolución del yo, y se encuentra con los límites de esa búsqueda: una hija que la necesita a ella, la singularidad absoluta de la experiencia de maternidad. Yo también, en algún nivel, estoy en búsqueda de una disolución, y me encuentro permanentemente con otro límite que es bastante parecido: la necesidad de negociar con el afuera, con la que yo soy para afuera, con los pedazos de una que la vida y la escritura no pueden dejar de arrancar.

TT