21-01-2022

La luz en la montaña por Brian Majlin para La Agenda

Un bálsamo

MESA DE LUZ
Durante todas las entradas de La luz y la montaña, que está estructurado como un diario íntimo y de reflexiones cotidianas, Soledad Urquía construye a su narradora desde una perspectiva occidental de su búsqueda espiritual y ligada a la trascendencia oriental.
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Por Brian Majlin
Hay quienes leen para vivir otras vidas posibles o imposibles, para entrar en mundos ajenos, para salirse de sí mismos, para poder rodearse de una fantasía que calle, al menos por un instante, la propia realidad. Hay otros, sin embargo, que leen para todo lo contrario: para reflejarse, para buscar identificación o rechazo, para encontrar, en esas letras continuas que alguien pulsó sin ninguna intención de leer la vida ajena, una señal: un camino, guía de acción u omisión, una reflexión quizás.
En mi caso voy mutando: leo a veces para vivir otra vida y a veces para buscar respuestas donde no las hay; pero en ambos casos leo buscando un silencio, una calma, un sosiego. Cuando leí La luz y la montaña, de Soledad Urquía, estaba en fase "no sé qué leer para parar esta tormenta". La cabeza dada vueltas, el estómago y el pecho bullendo de ansiedad y ahogo, los psicofármacos tardando y la endorfina del deporte atragantada en el llanto. Voy a ser honesto: La luz y la montaña me salvó. Y ya se lo he dicho a su autora, así que esto no es una confesión, pero es algo que el lector tiene que saber: escribo desde la certeza de que encontré en este libro la calma que precisaba.
La narradora que construye Urquía es bastante parecida a sí misma: como ella ha dejado la Ciudad y se ha mudado a un pueblo en Traslasierra, Córdoba; como ella tiene una pequeña hija, como ella tiene una pareja que se llama Santiago -con quien codirige una editorial (CHAI)- y, también como ella, busca en la experiencia espiritual y la práctica del yoga y la meditación un camino que la lleve a la calma y el equilibrio. Es una experiencia de devoción y fe que pretende aliviar la existencia y, a la vez, dotarla de sentido mientras disuelve las urgencias a veces ridículas -y a veces, casi siempre, inevitables- del mundo terrenal. Es, también, a nivel literario, una continuidad de Mamá India, donde Soledad ya indagaba en la búsqueda de sentido que ella misma -otra vez escritora y narradora se asumen una- fue a recibir en un año de vivir en la India y que también publicó, en 2016, por Tenemos las Máquinas.
Pero ya ha regresado de la India, se ha enamorado de Santiago, se han mudado a un departamento céntrico y ha buscado sostener su conexión espiritual, su búsqueda trascendental desde una piecita en Buenos Aires. A veces lo consigue, y entonces ocurre aquello que parece quitarle -o al menos en su temor aflora- toda posibilidad de ser espiritual (incluso un maestro, algo impiadoso, le dice que se olvide de sus logros espirituales de ahora en más): queda embarazada.
Durante todas las entradas de La luz y la montaña, que está estructurado como un diario íntimo y de reflexiones cotidianas, Urquía construye a su narradora desde una perspectiva occidental de su búsqueda espiritual y ligada a la trascendencia oriental, no reniega de su origen ni materialidad cotidiana, la interviene, se deja atravesar y la amalgama para hacer de esa experiencia una nueva y diferente. Pero lo hace lejos, además, de mandatos y miradas de superioridad: no hay en toda la novela un esbozo de predica, de aleccionar o de sugerir siquiera que ese camino es mejor para la humanidad toda. Parece, entonces, el camino elegido para sí misma. La certeza de haber hallado un método para sentirse bien con y en el mundo y la lucha por sostenerlo pese a que el mundo y su terrenalidad lo ponen a prueba.
Durante poco más de dos días -aunque luego lo tomé como camino y leo un pedacito del libro cada dos o tres días- la compañía de La luz y la montaña arrojó sobre mi experiencia lectora una calma impensada. Era bálsamo, era aire en medio del sofocón, era -parece una tontería y obviedad, pero igual vale decirlo- la experiencia de meditación que podía. Por su prosa pulcra y bella, medio asceta y ligada al brillo: una lectura llena de aire y luz, que logra captar algo de la búsqueda interna de la narradora y transmitirlo hacia el lector.
En el cierre de uno de los apartados la narradora le desea a Aurora, su pequeña hija, fuente de amor, de quiebres en las meditaciones y de un desafío constante entre el aprendizaje y la enseñanza mutua, una vida con mucha fe. La literatura, la lectura en pleno siglo xxi hiperconectado, hiperinformado, hiperglobalizado, hiperestimulado e hiperhiperizado, también es un acto de fe -quizás el mío, quizás el tuyo, que estás leyendo esto-. Que todos tengamos, entonces, una vida llena de fe: un sentido y una calma.
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Brian Majlin
Es periodista, docente y politólogo. Escribe en Página12, Infobae y otros medios. En Twitter es @BNiljam